Mi país viaja al mar con sus antiguas piedras
llenas de sol e intactos jeroglíficos.
No se leen en sus poros el alfa o la omega,
su alfabeto está hecho de signos salvajes
que aprendemos en sueño, de oídas,
por el canto del gallo.
La luz cae densa sobre el tatuaje eterno
que guarda sus silencios. En ellas se demora
con sus lentos anillos, nómada y blanca.
Ninguna es jónica o corintia, nunca fueron Grecia,
detestan los viajes.
El Partenón no las verá entre sus columnas,
han echado raíces lejos de la nieve,
donde la tierra gira más despacio.
Su mar es este, el que pule sus cuerpos
con las espumas que jamás Afrodita
palpó junto a sus formas estatuarias.
Mi país las reúne junto a las costas
en una fila de murallas sentimentales.
Si hablan a solas será de los antiguos,
de quienes vuelven a veces de la sombra
y graban sus secretas cosmogonías.
Si sueñan tal vez sea con la lluvia,
con el viento que corre y no las mueve.
Han pasado la vida en los acantilados
mirando los barcos que parten y no vuelven,
pero nunca los siguen.
Ya no tienen deseos sino soledades.