LA CASA

En la mujer, en lo profundo de su cuerpo
se construye la casa,
entre murmullos y silencios.
Hay que acarrear sombras de piedras,
leves andamios,
imitar a las aves.

Especialmente cuando duerme
y en el sueño sonríe
-nivelar hacia el fondo,
no despertarla;
seguir el declive de sus formas,
los movimientos de sus manos.

Sobre las dunas que cubren su sueño
en convulso paisaje,
hay que elevar altas paredes,
fundar contra la lluvia, contra el viento,
años y años.

Un ademán a veces fija un muro,
de algún susurro nace una ventana,
desmontamos errantes a la puerta
y atamos el caballo.

Al fondo de su cuerpo la casa nos espera
y la mesa servida con las palabras limpias
para vivir, tal vez para morir,
ya no sabemos,
porque al entrar nunca se sale.

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Joaquín Sorolla. Corriendo por la playa, 1908

MONTAÑAS

Se doran cuando el sol las recompensa,
tendidas, calmas, sin un gesto
aunque atesoren sobre su regazo
la paciencia del mundo.

Nos ven envejecer aguardando que hablen,
nos van siguiendo al apartarnos
de ciudad en ciudad,
ondulando a través de remotas ventanas.

Yacen colgadas con sus capas en el aire,
las doblamos mirándolas de lejos,
son trajes de bodas antiguos pero intactos,
en las fotografías enmarcan lo que fuimos
y hasta sonríen
siempre tan calmas bajo el sol que las dora,
serenísimas madres.

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Montaña de Sainte Victoire de Cezanne

QUITA A LA PIEDRA QUE SOY

Quita a la piedra que soy
lo que le sobra,
martilla, esculpe, talla.
Se que tu mano puede dar la forma exacta,
se que tu amor puede alcanzarme
más allá del peso de las horas
y la ciega tiranía de los astros.
No soy solo esta sombra en la tierra
que persigue la muerte,
lee las vocales de mi cuerpo
las palabras que buscan la vida
al fondo, venidas desde lejos, las que estallan
en el sueño,
has que a tus ojos sea legible, sea nítido,
quiero indagar mi noche estrella por estrella.
Quita a la piedra que soy
su oscuridad,
su pátina terrestre,
frente a frente quiero ver mi deseo.

UNA PALMA

a Ramón Palomares

Lo que yo miro
en una palma
no es hoja ni viento,
ni la cariátide salvaje
donde sube el color
a otear los horizontes.
No es el rencor amargo
de las rocas
ni las guitarras verdes
del mar inconsolable.
Algo de mis huesos, no sé,
de la sangre que gota a gota
y hombre a hombre
viene rodando desde siglos
a poblarme.
Algo también de mis amados muertos,
de sus voces,
que gira en su columna
y me añade a los aires.
Lo que yo toco en ella
con mis ojos
y miro con mis manos
es la raíz que nos aferra
a esta tierra profunda
desde un sueño tan fuerte
que ningún vendaval
puede arrancarnos.

Armando Reverón
Una palma. Armando Reverón.

TERREDAD

Estar aquí por años en la tierra,
con las nubes que lleguen, con los pájaros,
suspensos de horas frágiles.
A bordo, casi a la deriva,
más cerca de Saturno, más lejanos,
mientras el sol da vuelta y nos arrastra
y la sangre recorre su profundo universo
más sagrado que todos los astros.

Estar aquí en la tierra: no más lejos
que un árbol, no más inexplicables,
livianos en otoño, henchidos en verano,
con lo que somos o no somos, con la sombra,
la memoria, el deseo, hasta el fin
(si hay un fin) voz a voz,
casa por casa,
sea quien lleve la tierra, si la llevan,
o quien la espere, si la aguardan,
partiendo juntos cada vez el pan
en dos, en tres, en cuatro,
sin olvidar las sobras de la hormiga
que siempre viaja de remotas estrellas
para estar a la hora en nuestra cena
aunque las migas sean amargas.

LA TERREDAD DE UN PÁJARO

La terredad de un pájaro es su canto,
lo que en su pecho vuelve al mundo
con los ecos de un coro invisible
desde un bosque ya muerto.
Su terredad es el sueño de encontrarse
en los ausentes,
de repetir hasta el final la melodía
mientras crucen abiertas los aires
sus alas pasajeras;
aunque no sepa a quién le canta
ni por qué,
ni si podrá escucharse en otros algún día
como cada minuto quiso ser:
—más inocente.
Desde que nace nada ya lo aparta
de su deber terrestre;
trabaja al sol, procrea, busca sus migas
y es sólo su voz lo que defiende,
porque en el tiempo no es un pájaro
sino un rayo en la noche de su especie,
una persecución sin tregua de la vida
para que el canto permanezca.

LA VACA

La vaca que al pasar alzó los ojos
y se quedó mirándome
debió reconocerme
pues me llevó por siglos de paisajes.
Fue un instante, un silencio, con un tordo
en su lomo, con un jadeo despacio
que hacía pesado el aire.
Me miró hasta fundirme con los légamos
donde ella se atascaba
y prosiguió al final del horizonte,
gachos los cuernos, con la piedad muda
que la luz pone en los mansos animales.
Habrá muerto hace mucho,
su cuero debe estar en algún banco,
pero en mi noche sus ojos reaparecen
desvaídos, como lentas estrellas
cuando me siento la última llanura donde sigue pastando.